Haré un alto en el camino para divagar un tanto alrededor del “ángelos” de los dioses, hijo de Zeus y de la hija mayor del gigante Atlas, la musa Maya; ladronzuelo desde su infancia, taimado e ingenioso a más no poder, caracterizado para la posteridad con el pétaso de los caminantes y de los gimnasios, el caduceo y en los pies unas sandalias aladas, aunque a veces también las lleva en un peculiar gorro. Ni más ni menos que Hermes, protector entre otras actividades del atletismo y de la lucha libre o más prudentemente del pancracio de los primeros Juegos Olímpicos.
Hermes fue casi desde su nacimiento el mensajero (“ángelos” en griego) de su padre Zeus. Y como tal y teniendo el padre que tenía, se vio metido en más de un lio sin desearlo, pero el destino era el destino y los dioses solamente eran inmortales. Sufrían y gozaban, lloraban o se divertían jugando con los humanos, se aburrían con nuestras ocurrencias y nos castigaban, se afligían o directamente causaban nuestra muerte.
Un buen día, Zeus se enamora de la princesa argiva Ío y para lograrla sin que su esposa se dé por aludida, la transforma en ternera blanca. Más Hera que de tonta tenía muy poco y sabedora de cómo se las gastaba Zeus, se entera y solicita a su marido que le regale aquella preciosidad de animal, a lo que éste no se puede negar. Entonces la esposa mil veces denostada, la coloca bajo el cargo del gigante Argos Panoptes (de los cien ojos) y Zeus que todo lo sabe, echa mano de su emisario y le encarga que dé muerte a Argos, cosa que logra contándole aburridos cuentos hasta que se duerme y entonces Hermes – según nos cuenta Ovidio en las Metamorfosis – una vez le llegó el sopor, fue acariciándole sus párpados con el caduceo y para rematar su obra le corta la cabeza con espada en forma de hoz[1]. Luego recoge uno a uno todos los ojos y los coloca sobre la cola del pavo real. Muerte y belleza eternas.
Capaz de recorrer las distancias más inverosímiles en un instante, es el patrón o protector de los “hemerodromos” o corredores / emisarios de los humanos. Aquellos atletas que, como siglos más tarde Fidípides, se encargaban de llevar las noticias entre los pueblos por los intransitables caminos de la Grecia Clásica, donde se llegaba primero corriendo que a lomos de un burro. Otra cosa era ir a caballo, de lo que en su momento hablaré.
Es el dios protector de los caminos y se le representa como un hito de piedra en cuya parte superior hay esculpida la cabeza del mismo dios y por la mitad, unos testículos con el correspondiente falo. Es la solución o punto final de las “hermas” helenas, los montones de piedras que delimitaban fronteras o marcaban las distancias. En Atenas solían colocarse a mitad de camino del Ágora y los diferentes demos. Fueron por decirlo vulgarmente, los primeros mojones de la historia y motivo de gran discordia la noche antes de la partida de la flota ateniense hacia Sicilia, donde como ya dijimos, fue el principio del fin del imperio ateniense. Obra y gracia de Alcibíades y sus amigos en una noche de francachela. O al menos es motivo de controversia hasta la actualidad. El caso es que durante siglos, los hitos o mojones, fueron los marcadores de la distancia que separa las capitales de los pueblos, en kilómetros.
Otra cosa – o el principio de todo – son los montones de piedras que se localizan en lugares de diversas culturas como la celta por Galicia o a lo largo del Camino de Santiago, siendo el ejemplo las significativo en la actualidad la Cruz de Ferro entre Foncebadón y Manjarín. Esta tradición la importaron los romanos con su dios homólogo: Mercurio. Las piedras se situaban en los cruces de caminos, donde los romanos y otras tribus colocaban a sus enfermos a esperar la cura procurada por los viajeros, o directamente la muerte. Cada persona que pasaba, solía entonces arrojar una piedra en memoria o evitando el mal de ojo.
En Aragón, existía la costumbre de amontonar piedras en los lugares donde se había producido una muerte más o menos violenta, ya sea un accidente o un asesinato. Para que las almas descansaran. A manera de recordatorio, a través del pirineo Aragonés penetraron dos oleadas de celtas. Una hacia el 900 y otra en el 600 a.n.e. Y evidentemente, provenían de Centroeuropa.
Y esto es bastante lógico si pensamos en la transmisión de costumbres, ritos e incluso religiones, que hicieron los romanos a lo largo y ancho de su imperio (heredero de Grecia). Pero el mismo ceremonial resulta sumamente interesante cuando acontece sobre las cumbres de los Andes: Las apachetas. Montículos de piedras blancas (muy vivibles y queridas por los indios) en forma semicónica, o simplemente piedrecillas del camino que los mismos arrojan y van amontonando a su paso, en homenaje a la Pachamama. O en la isla de Timor, donde arrojan piedras allá donde se produce un asesinato (la muerte más violenta)
Volvamos a Grecia. Hermes, nuestro actual dios, era también el patrón de los viajes y expediciones, de los cuatreros y demás ladrones y de los gimnasios, sin que los unos tengan que ver con los otros indefectiblemente. Esto de los deportistas, es una tradición tardía, pero lo es. Los griegos fueron muy dados a la religiosidad y al deporte, sobre todo de cara a la preparación para la guerra. Sus imágenes fueron erigidas delante las casas y de todos los gimnasios y palestras de la antigüedad post homérica. Sobre todo en Atenas.